Las heroínas de esta historia nacieron de un mismo parto y procedían de la mismísima Rama geneológica, vamos al decir, del Avellano incapaz y muy "echao pa alante", que vegetaba en retirado valle.
Sin ver más mundo qne el reducido paisaje, que podían descubrir encaramadas en los flexibles y largos brazos de su padre, el cual las columpiaba en alto hecho un babieca, para que admirasen la hermosura de ellas los Alcornoques sus vecinos, las cuatro AVELLANAS se mostraron desde pequeñitas, si osadas para balancearse y juguetear en familia, cortas de genio, al parecer, y ariscas y dengosas ante los seres extraños. Pero es lo cierto que si el Avellano, por su manía de no querer dar nunca un solo paso más allá del húmedo rincón en que le "plantó" la suerte, impidió á las chicas hacer viajes á otros puntos é instruirse en algo conveniente y bueno, ellas, en cambio, adquirieron la costumbre de estar, aunque metidas en su casa, de continuo asomadas por entre las "hojas» de los ventanillos, atisbando lo que pasaba por fuera.
Este afán de curiosear, tan necio como engendrador de ilícitas ambiciones, daba á las cuatro AVELLANAS ocasión para fingirse ante los desconocidos perfectamente asustadizas, á juzgar por la inquietud con que se volvían hacia sus vecinas y parientes próximas como pidiendo consejo; aunque tengo para mí que las más veces sería para comunicar alguna maliciosa observación acerca del forastero. Para creer esto me fundo en que sus fingidas retiradas eran hechas siempre con tal arte, que en las crónicas no se cita el caso de que ocultaran nunca de la vista del curioso las incitadoras "caras".
Tal costumbre, propia especialmente de AVELLANAS lugareñas, hizo de nuestras cuatro consabidas unas chismosas de marca mayor; al mismo tiempo que el afán de ver las hizo desear más cada día ser vistas: de lo que vino á resultar, andando el tiempo, que todo el santo día y aun la santa noche, cuando ya fueron granduelas, estaban mira que mira al camino, sonriendo y haciendo mimosos gestos á los golosos muchachos que se embelesaban contemplándolas.
Y es de advertir que su al principio encogido genial desapareció rápidamente: de modo que allá con sus iguales se zarandeaban alegres y de lo lindo, bailando no sé qué danza usada entre ellas, al son y compás de la discorde música de toda casta de "ciegos..." vientos que por allí pasar solían, roncos unos y chillones otros, pero amigos toditos de promover contoneos y piruetas.
Aquellas danzas, aquellas grescas y aquel mirar y remirar de las chicas, maldito si agradaban ni pizca á su papá el Avellano; pues más de una vez, y más de cuatro, se le oyó «gemir» lánguidamente, y se le vio mover apesadumbrado la cabeza, como previendo los disgustos que á él, y á ellas mismas, había de ocasionar en días no lejanos la conducta de sus hijas. Pero el padrazo, para evitar aquel continuo jolgorio y aquel proceder non sancto, no trataba de poner remedio con algún espontáneo y enérgico «arranque», de los que hacen época en la vida; gimoteaba, renegaba, pero no las «sacudía». Creo yo que por no moverse de su sitio, era capaz de consentir quedar sin hijas, aunque el mal «humor», nacido de su «estrecha situación» de ánimo, le «pudriese» poco a poco hasta la «médula» de los huesos.
- «¡No van a parar en bien!» -cuéntase que murmuraba alguna vez la, como enfermiza, débil Rama-. ¡No van a parar en bien estas cuatro bailadoras de todos mis pecados y, sobre bailadoras, ventaneras! ¿Por qué serán así, Dios mío? ¿No sabrán que el cantar dice, si mal no recuerdo:
"Quítate de la ventana,
no me seas ventanera;
pues mozas que mucho miran...
de ciento sale una buena?"
¡Si no fuera mirando...! –"crujía" el Avellano, irguiéndose-, si no fuera porque no me gusta armar camorra y porque tengo horror á que se diga con verdad que andamos en «peloteras», aseguro que las cuatro hijas que Dios te ha dado habían de saber á cuánto llega la «dureza» genial de este su padre. Pero no me irriten más, si no quieren que las «casque» una tunda. Bien pueden dar gracias á que ahora no tengo maldita gana de levantarme «de raiz», porque estoy cansado, y llegarme ahí cerca por una estaca, de las que tiene buena provisión mi amigo Acebo; pero como no mejoren de costumbres las mozas, el día menos pensado las arrimo una «sacudida» soberana y...
- Calla, calla: nunca harás tú ninguna cosa, que valga la pena de contarse –decía en quejumbroso tono la delgada Rama-. Si yo no estuviera débil, ya entrarían las chicas en «vereda»; pero tú, que podrías darlas buenos golpes, todo lo echas en inútiles fanfarrias y en ruido, creyendo que «haces aquí mucha sombra». ¡Sí; frescos estamos! La verdad es que en ti es «hojarasca»:
Facha de algo: pero ¡quiá!
si hablamos de fortaleza,
la tendrás en la «corteza»
que en el corazón no hay ná.
- Lo que haces tú—replicaba colérico el Avellano—, lo que haces tú es insultarme con esos medio cánticos, medio lamentos, que tienes por costumbre repetir. Pues mira: como me enfade de veras, te voy á dar un par de «cimbreaduras», y á tus hijas contigo, de cuyas resultas vais á caer «desgajadas» en mitad del río, que os lleve con todos los diablos al mar, ó al infierno, con tal que no vuelva yo á veros in saecula saeculorum, amén: Dios me perdone. ¿Oís muchachas? Pues ¡cuidado, cuidadito conmigo!
Y al decir esto el Avellano, se «movía», se movía con airado empuje, para un lado y para el otro, haciendo mucho ruido, y nada más: porque la ingénita «blandura de su corazón» le imposibilitaba para dar muestras más grandes de enérgicas resoluciones.
Unidas en compacto grupo, aunque oían los suspiros tristes de la Rama su madre y los reniegos é imprecaciones del papá, las cuatro AVELLANAS, muy lejos de corregirse, cada dia eran más audaces, más díscolas y más «duras» de mollera.
Habían crecido: estaban hechas ya unas reales mozas; pero, vamos, tan picadas de vanidad, que «chocaban» con sus más allegadas por cualquier leve motivo que se presentara para ello. Y ya no fingían miedo á nada, ni á nadie; antes bien, «ahuecándose» las presumidas, dejaban conocer muy á las claras su afición á oir de boca de los transeúntes estas ó muy parecidas laudatorias frases: «¡Qué gorditas, qué hermosas y qué buenas son esas cuatro AVELLANAS! ¡Cóncholes! ¡recafles!....»
Ya, por lo que antes dije, se comprende que lo de hermosas y gorditas no era elogio exagerado, pero lo de buenas era una mentira de á folio, nacida de la pasión amorosa que por ellas sentían los que tal requiebro pronunciaban; y aunque las cuatro AVELLANAS sabían bien cuán inmerecido tenían aquel epíteto, lo cierto es que gustaban mucho de oirle, siendo tanta su satisfacción que, oyendo los piropos, hasta engordaban de puro orgullo y se mostraban risueñas y cada vez más «de lleno» ante sus admiradores... ¡Vanidad femenil, causa de males sin número en el pobre mundo!
La Rama, con instinto de madre, veía que el peligro estaba de hora en hora más próximo; y no pudiendo hacer otra cosa, languideció y fuese quedando macilenta y triste, lo cual se conocía bien en su color de «hoja seca». Sus lamentos, aunque en débil tono, eran cada vez más conmovedores:
— ¡Válgame el cielo!—decía — ¡Pero no les dará pena á estas picaras ver que, según ellas «crecen» en maldad, mi vida va disminuyendo! ¡No les dará lástima ver cómo me voy «secando», en tanto que ellas se robustecen de tal modo, que ya no puede pedirse más! ¡Qué trances de la vida éstos! Yo, como buena madre, las amo; pero ellas aman á no sé quién: ó no aman á nadie, porque
Amor de padres á hijos
es amor que nunca muere;
y el amor de hijos á padres
¡ay! relámpago muy breve.
Oía todo esto el Avellano; y siguiendo su costumbre, á la vez que movía la cabeza, procuraba, golpeándose á sí mismo, dar muestras de ruidosa cólera. Pero de tales alharacas se reían siempre las cuatro AVELLANAS, las cuales, desarrolladas por completo, juzgaban tener fuerza y valor bastantes para resistir, llegado el caso, cualquiera «presión» con que se intentara poner coto á sus desmanes.
Siguieron, pues, haciendo de las suyas, sonriendo, incitando y casi como diciendo á todo el mundo su deseo de emanciparse de la tutela paterna: de tal suerte, que un mozo guapote, y que tenía bien merecida fama de «cultivador...» del Ars amandi, se atrevió un día á llegar bonitamente al valle y en la hora que le pareció más adecuada á su intento cometer un rapto cuatro veces criminal y odioso, cuatro veces impío y abominable: el rapto de las cuatro AVELLANAS juntas.
Y aquel hombre pésimo, aquel monstruo, creyendo incómodo—y en verdad lo era mucho—encaramarse hasta el departamento que ocupaban las picaras, ¿qué hizo? llevó como auxiliar inconsciente un ya crecido y rudo y fortachón «vastago» de los en el país muy nombrada familia de los Robles, y con ayuda de este amigo sorprendió al Avellano y á la Rama y les propinó tan bárbara palia, que les dejó sin alientos para gritar y pedir socorro al vecindario; y hasta las AVELLANAS mismas, temerosas de que á ellas también les «cascase» una tunda el «silvestre» galán, arrojáronse desde lo alto de su habitación al suelo, donde seguramente habrían quedado «partidas» en pedazos, á no haberlas deparado la suerte una providencial mullida, que allí se habían empeñado en poner días atrás ciertos «frescachones» y rumbosos Prados, cuyo linaje, desde antiguos tiempos, era de nombradía y bien quisto en la comarca toda.
Pero las cuatro "casquivanas", que así abandonaron á sus padres, no tardaron en sufrir las deplorables consecuencias de tan mala conducta, de lo cual hay pruebas en lo que resta de esta verídica historia.
Cuando, harto de apalear, comprendió el «montaraz» galanteador que ya no tenía que temer nada de los padres de las mozas, fué con serenidad cruel á buscar las AVELLANAS, sorprendiéndose agradablemente al encontrarlas «sanas» y salvas, acurrucaditas, por efecto del miedecillo, entre la hierba. Alargó entonces su mano él, para levantarlas, á lo cual no hicieron resistencia: despidió en seguida, brusca y desdeñosamente, al forzudo cuanto falto de inteligencia vastago de Robles, por ser ya inútil é incómoda su compañía en lo que por hacer quedaba; y se alejó de prisa con las AVELLANAS, las cuales, tan sosegadas de ánimo iban, que ni se acordaron, ni pensaron en acordarse, de decir «adiós» á su papá ni á la madre que las parió.
¡Qué ingratitud! Así, con inicua indiferencia, correspondían las malnacidas á los mimos con que sus progenitores las trataron desde que eran pequeñitas, y á la abnegación con que, llenos de alegría ellos, se privaron cuotidianamente de muchos «jugos» alimenticios, para dárselos á las picaras, con el buen fin de que gozaran ellas de constante salud, y engordaran, y crecieran. ¡Oh fementidas AVELLANAS! ¡Qué tremenda filípica os endosaría yo ahora por vuestro mal proceder, si fuerais capaces de oir vosotras, y yo capaz de decir en frase enérgica, que el desamor de los hijos á los padres tiene castigos terribles en el Tribunal de Dios, y aun en este manicomio llamado Tierra, donde tienen el honor de ser loqueros y propinarnos deliciosos, aunque injustos, latigazos la fuchsina, la dinamita, los gobernantes y los necios! Pero tenéis «duros los cascos» para que os pueda yo «hincar el diente» como se suele decir, con peroratas y apóstrofes: por lo cual, dejando á un lado las filosofías, prosigamos la modestísima labor de relatar historia
Sonriendo iba el raptor y acariciando á las lindas AVELLANAS, metiditas «en un puño» como quien dice, al pasar por sitios peligrosos; pero saltando y «chocando» alegremente unas con otras, cuando no había por qué temer. ¡Qué de placeres y venturas no soñaban al ver que aquel hombre les mostraba cariño hasta el punto de llevarlas "en palmitas" si vale expresarlo así! ¡Qué porvenir tan lleno de alegrías esperaban ellas!
Pero ¡ay! el hastío se apodera pronto del corazón humano, y el del raptor no estaba exceptuado de la regla general. Así fué que al detener el viaje en cierto pueblo, aquel «rústico» amante, procediendo con la más fría de todas las frialdades, vendió á otro prójimo por una futesa las cuatro «asombradas» AVELLANAS, y desapareció, dándolas, para mayor burla y por despedida significativa, un puntapié que las hizo «rodar» buen trecho por el suelo de la habitación. Y, á la verdad, esto fué «llegar la medida al colmo...» del desprecio.
Aún no paró en esto la malaventura de las chicas. Su nuevo dueño, que entendía poco de mimos, las trató desde luego con modales tan tiránicos y tan sin contemplaciones, que ¡oh dolor! no había pasado mucho tiempo, cuando ya las desdichadas AVELLANAS tenían inequívocas señales de estar «tostadas» de ira sus entrañas por los disgustos y la perra suerte de que estaban siendo víctimas. Entonces el amo, viendo que habían perdido por completo la «frescura» primitiva y los demás encantos propios de la poca edad, vituperó fuertemente la conducta de ellas, sin quererse convencer de que él era, por su mal genio, el principal causante de aquel cambio lastimero: se encolerizó, las ofreció á otros amigos tan brutos como él; y despreciándolas todos, fingió apiadarse y se encargó de ellas una vieja hipócrita, tan de mala sangre, que en seguida, santiguándose la «indina» para más escarnio, puso á las AVELLANAS sobre un asno patizambo, que á cada paso tropezaba, y de esa manera ridicula y molestísima hizo viajar á las muchachas algunas leguas, apeándolas de golpe y porrazo por la tarde «en la plaza» de una villa, en que había feria ó cosa tal.
Verse en poder de aquella vieja que tan inicuamente las trataba, era para las chicas la más irritante de todas las esclavitudes; pero aunque se daban al diablo ideando trazas para huir de la dueña, las ya un tanto «arrugadas» AVELLANAS encontraban siempre obstáculos insuperables casi á su deseo; que la gente pasaba sin hacer de ellas ningún caso, sin mirarlas, ó mirándolas con desprecio: ¡no inspiraban cariño á nadie!
Nada valían los reclamos de la vieja, que deseando lucrar mucho, guiñaba á los transeúntes picarescamente para que mirasen y admirasen la que para algunos pudiera suponerse apetitosa mercancía, cuyas excelencias ponderaba la taimada mujer con hiperbólicas frases de este ó parecido modo:
Estas son la flor y nata...
¡Avellanas güenas!... ¡Ved!...
¡Condenaos!... ¡las doy a cata!...
¡Chist!... ¿las quiere usted?... ¡tío usted!...
Nada valía todo esto, ni valía tampoco nada que la vieja se atreviese de vez en cuando á tirar de la chaqueta á los mozuelos, diciéndoles en voz baja quizás algo entre insolente y chistoso; nada valía: los muchachos contestaban acaso con alguna desvergüenza y se alejaban, en tanto que las cuatro AVELLANAS se consumían... de rabia, oyendo los insultos y siendo objeto del desprecio de cuantas personas las veían.
Por cuánto acertó á pasar un chico desgreñado y harapiento, cuyos ojos relucían con la inquietud del deseo y aun del hambre; y aprovechando un descuido de la vieja, cogió las cuatro AVELLANAS y con ellas corrió á un sitio retirado en las afueras del pueblo, sin que opusieran las chicas resistencia, más bien animándole á correr, para librarse per siempre de la vieja, que, en efecto, no pudo saber adónde diablos habían ido á parar, ni en compañía de quién.
Aquel pilluelo, cuando se vió seguro en el escondrijo que eligiera, miró á las AVELLANAS durante algunos instantes por completo embobado: porque para el hambre no hay pan negro, y siempre hay un roto para un descosido, además de que sobre gustos no hay disputa, y, en todo caso, á mal dar, tomar tabaco, dicen algunos, los cuales con su pan se lo coman.
Sonreíase, pues, el muchacho mirando á las cuatro alhajas; y al notarlo ellas y preguntarle si el haberles librado de la vieja era encargo de persona de más pró y de más pré, que tuviera propósito de hacer cómoda, lujosa y regalada la vida de las cuatro, como ellas juzgaban merecer, el mozalbete quedó atónito y como quien «ve visiones». Pero vuelto en sí muy pronto, exclamó:
—¡Ah deliciosas! ¡para mí deliciosas AVELLANAS! ¿qué otro, ni qué niño muerto me ha de haber dado el encargo de raptaros? Mi voluntad libre y nada más ha sido el único motivo de que yo alargue hacia vosotras la mano salvadora; sí, la mano que os ha salvado de vuestra tirana bruja; sí. ¿Pues no lo conocéis en mis miradas? ¿No lo conocéis en la alegría con que os estoy contemplando? ¡AVELLANAS mías! que mías sois por derecho de conquista: os quiero tanto, que ahora, ahora mismo, sin más tardar, os voy á «comer», como quien dice, á fuerza de caricias.
Y dicho y hecho: el píllete, con suaves y mimosos golpecitos, como para que no temiesen malos tratos, las «cascó» risueño y las condujo en seguida al aposento... gástrico que él tenia allí á la vera y falto de todo adorno, de toda comodidad y toda luz.
El enojo de las AVELLANAS se mostró entonces sin rodeos, y en parte con motivos justos. Golpeadas, aunque con suavidad, pero golpeadas por el tunante mozo, y encerradas luego en el nada cómodo aposento mencionado, natural fue la cólera de ellas, y disculpable hasta cierto punto la rabia con que empezaron á violentar la salida, retorciendo con gran fuerza los pestillos de la puerta y arañando las paredes, y armando tanto alboroto, que el mozuelo, no sabiendo medio mejor de apaciguarlas, cogió un jarro de agua que halló á mano, y arrojó de golpe el líquido sobre las cuatro sublevadas.
"¡Esto más!" clamaron ellas en el colmo de su ira; y haciendo un esfuerzo colosal, feroz, arrancaron la cerradura, por lo cual la puerta por donde habían entrado, que era la boca...., del chiribitil, quedó abierta de par en par, saliendo las cuatro furias en tropel. Pero al salir tan sin concierto y con tan violento ímpetu, su mala suerte las hizo resbalar y cayeron á una sima, donde para siempre desaparecieron. ¡Triste fin que suelen tener los azarosos días de las mujeres que en conducta se asemejan á las cuatro desventuradas AVELLANAS!
ILDEFONSO LLÓRENTE FERNÁNDEZ (1902)