No hay mejor guía que el río Deva. Se trata de seguir su curso, a contracorriente, desde Unquera –ojo pues su muerte, en la ría de Tina Mayor, merece que le echemos un vistazo- hacia el sur. Sin prisa, con alguna pausa pero siempre con el riachuelo como principal compañero, como si fuera el camino empedrado de baldosas amarillas que conduce al reino Oz. El Deva no nos lleva hasta un mago, pero sí hasta un lugar tan exagerado y excesivo que casi roza la magia: el circo glaciar de Fuente Dé. Allí, junto al murallón de roca caliza, nace nuestro guía y se levanta un Parador, uno de estética montañesa y funcional –con mucha piedra rústica, con mucho cristal, queriendo pasar desapercibido- cuyo tamaño parece insignificante si se compara con los gigantes que lo rodean.
Fuente Dé es sólo el final del trayecto. Entre medio, el Deva va soltando prenda y haciendo regalos. Uno de ellos es el desfiladero de la Hermida que hay que verlo con calma y conducirlo… con más calma aún, porque la carretera es tan bella como endiablada. Otro es Potes, del que hablaremos más adelante; otro, el monasterio de Santo Toribio de Liébana; sin contar los tesoros románicos con los que uno se puede topar si araña kilómetros por carreteras secundarias o los mil y un senderos que pueden recorrer aquellos a los que les gusta vestir mochila y botas de monte.
La guinda es el circo glaciar antes aludido, más accesible y menos amenazador desde que en los años sesenta se construyera el popular teleférico que permite salvar los 800 metros de desnivel que separa la vaguada del Parador del Mirador, a 1.850 metros de altura. Allá en lo alto se puede hacer de todo: desde tomar un cafelito cerca del cielo –hay un bar- hasta pasear por la vertiginosa plataforma de rejilla metálica –con el vacío a nuestros pies- o, los más avezados, iniciar rutas senderistas de alta montaña.
Diez siglos antes de que el Parador y el teleférico instalaran aquí sus bártulos, el valle de Liébana ya registraba ajetreo suficiente como para llenar varios capítulos de los libros de Historia. De hecho, estos parajes –al igual que el sector más occidental el de los Picos perteneciente a la vecina Asturias, en Covadonga- fueron refugio recurrente durante la Reconquista. Era de libro que estas tierras de montañas nevadas poco iban a agradar a los árabes que llegaban del desierto. Por ello, cuando la Conquista, unos monjes trajeron desde Astorga hasta aquí un hermoso trozo –el más grande de todos los conocidos… que son miles- de la Santa Cruz de Cristo y el cuerpo del religioso, Santo Toribio, que lo había sisado de Tierra Santa. Para salvaguardar la reliquia, construyeron el actual monasterio de Santo Toribio de Liébana, una suerte de fortaleza maciza que cada equis años se llena de fieles.
Cuando la festividad del beato -16 de abril- cae en domingo, la puerta Santa se abre y todos aquellos que pasen bajo ella ganarán el perdón. El último fue en 2006 y para el próximo habrá que esperar hasta 2017. Aunque no regalen jubileos, sería un delito no acudir al monasterio, fisgar la famosa reliquia –siempre bajo sospecha aunque las pruebas perjuran que, de ser una falsificación, el santo madero tendría 2000 años de antigüedad-, acercarse a la Santa Cueva –lugar turbador e enigmático-, o a la ermita de San Miguel que regala alguna de las mejores panorámicas del valle.
Y luego, claro, está Potes. A pesar del aluvión urbanístico, el pueblito cántabro mantiene el tipo y, con mayor o menor fortuna, la inocencia agreste anterior al boom del turismo y los chalés. A Potes la gente peregrina no para buscar el perdón, sino a, para qué engañarse, pecar un poco. La culpa la tiene el cocido lebaniego o esa ristra de comercios que venden el repertorio de productos cántabros sin importar si son autóctonos o no que hasta los niños del colegio pueden recitar. A saber: el queso de Bejes-Tresviso (de aroma potente, vetas verdes y ese sabor fuertote que se agarra al paladar); el orujo lebaniego, los embutidos de jabalí, las corbatas de la cercana Unquera, los frisuelos…
Una vez que se ha coqueteado con la gula, el pueblo, enriquecido en el pasado por ser cruce de caminos entre Castilla y el norte peninsular, espera. ¿Un icono? Mejor dos. La torre del Infantado, acaso el más emblemático junto al puente de Cayetano –Potes, viene de pontes/puentes, por cierto-, una vivienda construida en el siglo XV por la Casa de los Vega: eran tiempos convulsos y salía mejor construir una casa con aspecto de castillo, por aquello de las revueltas. De traza similar es la de Orejón de la Lama, poderoso señor al que no le hizo maldita gracia que Carlos I quisiera gobernar con su cohorte de flamencos, lo que le motivó a despertar la rebelión comunera por estos lares. Su hogar es, también, reflejo de la belicosidad de la época, aunque el río Deva, que pasa a sus pies, manso e indolente, de esos asuntos tenga poca idea.
DATOS ÚTILES
Tomado de: http://www.ocholeguas.com/especiales/2009/03/paradores/2010/04/05/seccion_24/1270483617.html"> El mundo, 25 de julio 2010