Relato publicado por la revista Luz de Liébana en abril de 1975, firmado por "O. Rada García".
Una tarde de verano del año 1968, después de varias horas de viaje, me detuve para contemplar una vez más aquel paisaje inolvidable. Acababa de recorrer el valle del Esla y me encontraba ya en la cima del puerto de San Glorio. Como en ocasiones anteriores, el paisaje evocó involuntariamente en mi memoria recuerdos de la infancia, que pasé de serruján, como diría Llano. Pero no es mi intención descifrar sensaciones harto vividas por todos los lebaniegos; se trata del preámbulo de una historia sencilla, como lo es la vida de sus protagonistas.
En efecto, pronto vi subir un automóvil blanco por la carretera de Vejo; a los pocos minutos, se detenía en una explanada natural, cerca de donde yo me encontraba. El coche, un R-8 matriculado en Ciudad Real, venía ocupado por un matrimonio; ambos cónyuges representaban una edad próxima a los treinta y cinco años. Se acercaron a un mirador que se encontraba a escasos metros de distancia, donde permanecieron durante unos minutos. Javier había nacido en Puertollano; parecía mirar en todas direcciones, como si nada en particular le llamase excesivamente la atención. Únicamente Maripaz, su esposa, permanecía con la mirada fija en un punto lejano. Desde allí se veían caminos amarillos, verdes parcelas de regadío rodeando las aldeas lebaniegas, manchas negruzcas producidas por diminutas plantaciones de pinos y el rojear de los tejados de Lebanés.
Nunca, ni aun por encontrarse enfermo, faltaba el pastor a su cita con el deber. Todos los días, poco después de amanecer, abrochaba sus zajones y preparaba su zurrón de piel de oveja; sus pies, provistos de unos escarpines llenos de remiendos, se introducían no sin trabajo en unas albarcas montañesas y, tras arrojar un mendrugo a la Tula, su perra, cogía una de las picorras que guardaba en un rincón del portal y se dirigía a la calzada del pueblo; llenaba de aire sus pulmones y hacía sonar su bígaro. Al instante aparecían en las calles de Lebanés pequeños rebaños de cabras y ovejas que habría de conducir durante toda la jornada por las veredas, brañas y matorrales.
Tío Andrés, el pastor, vivió muchos años en un caserón medio derruido en compañía de Teresa, su hermana; había heredado el oficio de su padre, y el caserón donde vivían se llamó siempre, en el pueblo 'la casa de los pastores'. El sueldo de Tío Andrés, al cabo de varias subidas espectaculares, ascendía a mil quinientas pesetas cada año; hay que añadir la merienda que cada día llevaba en el zurrón. Cierto que había amas de casa más generosas que otras y, así, algunas veces el pastor podía reunirse con los vaqueros en las brañas a la hora de comer; otras veces los serrujanes no veían a Tío Andrés a la hora del almuerzo. Tal vez el viejo no había probado bocado en todo el día. Ya nadie lo sabrá.
Mariapaz vino al mundo una mañana lluviosa del mes de abril. El pastor no fue a cuidar las cabras aquel día porque Teresa, su hermana, había estado enferma la noche anterior... Nadie en el pueblo parecía saber quién era el padre de aquella niña que lloraba a todas horas en casa de los pastores. Algunas semanas después, don Luis, el señor cura, bautizó a la niña en la pequeña iglesia de Lebanés. En medio de tanta miseria, el pastor decidió sin vacilación compartir con su hermana la difícil tarea de sacar adelante a Maripaz. Por desgracia, cuando la niña apenas tenía ocho meses, Teresa moría a causa de una cruel enfermedad. Desde entonces la niña pasó a significar todo en la vida del pastor de Lebanés.
Al principio, mientras Tío Andrés cuidaba las cabras durante el día, la niña permanecía al cuidado de una buena anciana que vivía sola en el pueblo; el pastor aprovechaba todo el tiempo de que disponía para procurar que Maripaz no careciese de lo más necesario. Cierto que el señor cura ayudaba al pastor en la medida que le era posible, procurando palabras de aliento al viejo cuando no disponía de otros medios. Y Tío Andrés fabricaba sin parar tarugos y presejas de fresno para venderlos en Potes en los mercados de invierno.
Maripaz fue creciendo. Fue a la escuela, y cuando tenía catorce años se había convertido en una ama de casa ejemplar. Cierto día, el señor cura habló con el pastor para decirle que a su sobrina le convenía salir por cierto tiempo de Lebanés; ello le procuraría una preparación para la vida, que de continuar en el pueblo nunca podría adquirir. Tío Andrés sentía mucho separarse de Maripaz -lo único que quería y tenía en el mundo- pero accedió a los deseos del párroco; don Luis conocía en Santander una buena familia, y él mismo se ofreció a acompañarla cuando marchara a su nueva residencia. Días más tarde, con lágrimas en los ojos, el pastor se despedía de su sobrina; no olvides -le decía el viejo- que eres pobre pero educada en unas virtudes esenciales que nunca debes abandonar. Procura permanecer fiel a los recuerdos de tus primeros años. Hoy Maripaz sabe que recordará siempre aquella despedida.
Tío Andrés siguió con su oficio durante varios años más. Maripaz pasaba en Lebanés solo algunos días durante el verano. La niña de antaño pálida y endeble es ahora una muchacha rubia, hermosa. Un verano, en Potes, durante las fiestas de septiembre conoció a Javier y pronto se casaron; la pareja había de residir en Puertollano, donde Javier trabaja como empleado en una empresa de productos químicos.Entre tanto, la vida en Lebanés había cambiado mucho; la mayor parte de sus habitantes había emigrado y el rebaño se había reducido considerablemente. Por otra parte se exigía poner en orden la situación laboral del pastor, pero sus piernas ya no resistían el trato a que habían sido sometidas durante casi sesenta años. Finalmente Tío Andrés recibió una noticia muy triste: en lo sucesivo ya no podría volver más con las cabras al monte; había dejado de ser el pastor de Lebanés. Aun permaneció en el pueblo durante algún tiempo, pero cada día que pasaba comprendía con más claridad el hecho, especialmente triste para él, de que pronto tendría que abandonar Lebanés. Pocos trabajos podía realizar ya y, cuando le ofrecían alguno, él comprendía que casi nunca era necesario; se trataba tan solo de no herir al anciano de humillación al ofrecerle, por caridad, un almuerzo o una cena. De vez en cuando el señor cura recibía una carta de Maripaz; en la última de ellas decía que su tío debería ir a Puertollano a fin de procurarle los cuidados que necesitase. Pero el pastor, acosado con la idea de convertirse en una pesada carga para su sobrina, se negó a aceptar.
Después, durante varias noches el viejo no consiguió apenas conciliar el sueño. Toda la vida había puesto al servicio de sus semejantes las energías y el esfuerzo de que fue capaz, y ahora se veía completamente inútil. Decidió marcharse sin importarle dónde ir; él había intimado con el medio en que vivió siempre hasta el punto de interpretar ese raro lenguaje de lo inanimado que pocos sabios consiguen aprender; para él tenía significado especial cada piedra que asomaba en los argayos, las revueltas de cada vereda, los troncos secos de roble que se veían en las arnas. Con frecuencia se encontraba al pastor en una braña rodeado de malvises, pisonderas y otros pájaros para comer las migas que éste sacaba del zurrón. La naturaleza en que vivió, aun formando parte de él mismo, no podía evitar aquella despedida.
A la mañana siguiente vieron bajar a Tío Andrés muy despacio por el camino, hacia la carretera. Llevaba, a modo de equipaje, dos picorras de espino y un abultado fardo a su espalda que, a juzgar por la dificultad con que caminaba, parecía pesarle mucho. Aquella tarde se comentaba en la aldea que el pastor se había ido por el mundo, a pedir limosna, y pronto dejó de hablarse en Lebanés de aquel viejo que, durante tantos años, al llamar por las cabras, había sido el despertador que ponía en marcha todos los quehaceres cotidianos.
Habían transcurrido cinco años. Una tarde de agosto, sentado sobre una linte del camino cerca de Lebanés, vieron un anciano vestido con un mugriento traje de pana; se hallaba tan encorvado que su larga barba canosa rozaba sus rodillas. Un vecino reconoció a duras penas lo que del pastor quedaba, y le prestó ayuda para llegar a su casa. Allí, entre unos harapos, le ayudó a acostarse en la vieja cama de hierro que Tío Andrés había utilizado siempre. Don Luis acudió en auxilio del anciano en cuanto supo la noticia, pero le halló tan enfermo que apenas le quedaba un hilo de voz. Mi sobrina... Quiero verla. El señor cura se apresuró a telegrafiar y también avisó al médico pero fue inútil. Mediada la mañana siguiente, cuando Javier y Maripaz subían por el camino que separa el pueblo de la carretera, las campanas de la pequeña capilla sonaban tristes. Se había muerto Tío Andrés, el pastor de Lebanés.
Cuando Maripaz dejó el mirador de San Glorio para tomar de nuevo el automóvil las lágrimas corrían abundantes por sus mejillas. Al otro lado del puerto, a muchos kilómetros de distancia, no podría olvidar ni por un solo día esa gran parte de su vida que dejaba encerrada en su querida Liébana, entre las montañas que quedaban atrás.
El forastero que visite Lebanés hallará, no lejos de la iglesia, en un terreno apenas poblado por arbustos, un diminuto cementerio. Allí, las ramas de un pequeño sauce caen sobre la tumba de Tío Andrés; una cruz de madera aparece con las siguientes iniciales: A.G.M. - D.E.P.
El día dos de noviembre no hallaréis una corona de flores sobre la tumba del pastor.
Pero los sabios y las almas buenas dejan siempre en el mundo seres agradecidos. Así, como homenaje a ese sabio que fue el pastor de Lebanés, una pareja de malvises canta todos los días sobre las ramas de aquel sauce que protege su última morada.
O. Rada García